Por: Juan Andres Carvajal, estudiante de sexto semestre de Comunicación Social – FUP
Autopoiesisnace de un cruce entre confesión íntima y creación literaria. Cada línea se alimenta de vivencias reales y de un pulso narrativo decidido a mover emociones: aquí se entrelazan el testimonio personal con la fuerza estética del relato.
Por motivos de seguridad, privacidad y respeto a quienes forman parte de esta historia, todos los nombres han sido modificados. Aunque los personajes existieron realmente, sus identidades se protegen para preservar su bienestar.
Además, en esta versión pública se ha suavizado el lenguaje más duro. Las expresiones crudas, groseras o soeces del manuscrito original fueron adaptadas a un registro más sutil, sin sacrificar la intensidad ni la autenticidad del testimonio. Así, el lector encontrará un equilibrio entre la verdad descarnada y un tono accesible para un público amplio.
Este relato fue ajustado y revisado por El Claustro, periodismo Universitario, manteniendo la autenticidad del autor.
Relatar es narrar
Quisiera pedir disculpas a las personas que nombro en este texto por abordar temas delicados y privados. Necesitaba desahogarme y mostrar lo difícil que fue lo vivido, lo que tuvimos que soportar y, a veces, hasta replicar. También quiero agradecerles por compartir sus historias y expresarles mi amor y gratitud. Con lo que aquí se relata, podrán comprender que, a pesar de todo, se ha forjado una buena persona… o al menos un intento honesto de serlo. “Maldito ser, tan ruin, podrido, y sin principios.”
Perdón, papá y mamá, por narrar ese fragmento oscuro de nuestro pasado. Perdón, amor, por revelar parte de nuestra intimidad. Perdón, “Sofía”, por relatar tu historia. Y “Santiago”… ojalá pagues con justicia lo que hiciste. No mereces otro calificativo más que el de una persona enferma y despreciable. “Maldito ser, tan ruin, podrido, y sin principios.”
Introducción al caos
Vengo de una ciudad alegre, pero no necesariamente feliz. Llena de prejuicios morales y profundamente conservadora. Aburrida, pero interesante. ¿Por qué? No lo sé, eso lo dijo un profesor en la universidad.
A veces me cuesta tolerar muchas cosas. Me resulta difícil conectarme con los problemas de los demás. Tiendo a tener reacciones impulsivas. No me considero ni atractivo ni feo: simplemente alguien común, con pocos temas interesantes de qué hablar. Tengo una adicción al cigarrillo, al sexo y a la comida. En cuanto al contenido para adultos, es una cuestión compleja; no sabría decir qué consumo más, si eso o el cigarrillo.
La sensualidad del cuerpo femenino me desconcierta. No hasta el punto de perder el control, pero sí de bloquearme mentalmente, atrapado en fantasías intensas, sensoriales y casi vívidas. Mi creatividad se transformó en una hipersexualidad difícil de controlar.
A la vez, soy profundamente sensible. A veces me dejo llevar con facilidad, me cuesta ver a alguien sufrir sin intervenir. Protejo lo que amo, especialmente a las mujeres. Me crié rodeado de ellas desde muy pequeño.
No puedo evitar involucrarme en los problemas ajenos. Más adelante relataré un evento traumático que marcó un punto de inflexión en mis acciones. Un hecho cercano que me transformó.
Pido disculpas si algo de lo que escribo resulta confuso o difícil de entender. Tal vez sea por mi edad, por el golpe que implica descubrir el mundo tras haber sido un ermitaño la mayor parte de mi vida, por una depresión que sospecho tengo pero que nunca he tratado, por la impotencia de ver la crueldad del mundo y no comprender cómo funciona. Puede ser por todo eso junto… o por muchas razones más que hacen que este paso por la vida sea tan denso.
Mamá
Para entender un poco más de quién soy y comenzar a trazar cómo ha sido mi relación con las mujeres podría iniciar desde mi “malvenida” al mundo. Sin haber vivido lo suficiente, fui testigo de cuán injusta puede ser la vida para ellas.
Cuando mis abuelos se enteraron de que su única hija estaba embarazada, fue un escándalo. Más allá de que fuera una joven universitaria, artista, de izquierda, metalera, con sueños distintos a los de ellos quienes eran profundamente conservadores, lo que más les molestó fue que “metió las patas”. En ese momento, simbólicamente, la mataron.
No fue literal, claro. Me refiero a ese abandono que la dejó completamente a merced de mi padre. Ahí comenzó una tortura diaria. La posesividad de él nació del vacío dejado por sus propios padres. Sin nadie que la protegiera, él se sintió con el derecho de controlar su vida: no podía hablar con hombres, no podía evitar las tareas domésticas, no podía contrariar a su familia. Si lo hacía, la golpeaba. “Así es como entienden”, decía él.
Desde muy pequeño empecé a presenciar esto. Recuerdo con tristeza un momento borroso de mi infancia: estaba esperando a mi madre y corrí a abrir la puerta cuando llegó. Pero mi papá ya estaba ahí. No entendía lo que sucedía. Fui a saludarla y, mientras lo hacía, vi las luces de una patrulla reflejadas en el piso de tierra. Mi madre tenía el rostro tenso, lleno de rabia. Dos policías estaban al fondo del pasillo oscuro y pedregoso.
De pronto, sentí un empujón y escuché un golpe. Los gritos me aturdieron. No sabía qué hacer. Solo recuerdo haber visto una parte descubierta del cuerpo de mi padre mientras sujetaba a mi mamá. Le pegué con todas mis fuerzas… que, siendo niño, eran muy pocas. Los policías miraban desde el fondo, inmóviles. Años después entendí por qué muchas personas “no se meten en lo que no les concierne”, porque quizás “ella se lo buscó”.
Él la soltó. Me fui con ella. Y aparentemente, nada pasó.
Sé que esto podría justificar un odio profundo hacia mi padre, pero no lo siento así. Solo comprendí que no quiero ser como él. Aún me asustan algunas cosas, y sigo trabajando en ello. Entendí que incluso las prácticas más sutiles pueden ser formas de posesividad.
La posesividad y la violencia… son cosas que debemos temer.
Violencia
Con mi pareja llevamos bastante tiempo juntos. Ha sido un camino largo, algo confuso, pero muy bonito. Compañía, sexualidad, sueños compartidos… descubrir lo que se puede construir con alguien es algo realmente hermoso. Somos una pareja tranquila, afectuosa. Nuestras discusiones, que no fueron muchas ni graves, surgieron sobre todo por mi adicción al cigarrillo y mi insistencia en tener relaciones sexuales.
Siempre he vivido al borde del exceso. Lo atribuyo, en parte, a la literatura que empecé a leer desde muy joven y a la facilidad con la que se accede al contenido sexual. Charles Bukowski fue una de mis primeras influencias: un tipo machista, alcohólico, hipersexualizado… pero creativamente potente.
“¿Un dispositivo de placer? ¡No podía serlo! Su piel era piel, o lo parecía, y su lengua cuando entró en mi boca al besarnos, no era mecánica… cada movimiento era distinto, y respondía a los míos…” — El dispositivo de placer.
Ese fragmento fue un punto de quiebre para mí. A partir de ahí, mi creatividad se transformó. Pasó de ser una imaginación libre a una mente absorbida por la fantasía sexual. Una hipersexualidad desbordada, influenciada por el deseo y la literatura.
Entré al mundo del porno a través de los libros. Comencé a ver erróneamente a la mujer como un símbolo de placer, belleza y deseo inagotable. Claramente, esto me trajo conflictos más adelante. En mi adolescencia no conocía el sexo, pero mi mente ya lo idealizaba. Usaba a mis compañeras del colegio como figuras para construir relatos mentales al estilo Bukowski, cargados de erotismo surrealista. Cualquier estímulo me llevaba a pensar en la posesión, no de forma violenta, pero sí desde una idea distorsionada del acto sexual como lo más sublime del universo.
Fue así como empecé a fumar, a tomar y a masturbarme compulsivamente.
También desarrollé una teoría que aún exploró en mis escritos: la energía vital del ser humano es el sexo. Muchas personas trabajan, se esfuerzan, se endeudan, viven… esperando una recompensa sexual, o al menos un placer equivalente. El deseo es el motor. Y en esta sociedad capitalista, eso se magnifica aún más.
Con el tiempo, entendí que esta visión era incompleta. Solo veía un lado de la historia: el masculino. Mi caso era un ejemplo claro de cómo los hombres viven el deseo, mientras que las mujeres suelen ser sometidas a una represión sexual desde niñas.
La sexualidad femenina está atada a la “prudencia”. Recuerdo una chica de mi salón que empezó a vivir su sexualidad libremente. Rápidamente se convirtió en blanco de críticas y rumores. Lamentablemente, yo también participé de eso. En mi inmadurez pensé que, al tener confianza con ella, y sabiendo que era sexualmente activa, podía tener más posibilidades. Pero no es así. Existe esa idea errónea de que una mujer libre con su cuerpo “está disponible para cualquiera”. Un pensamiento machista. Lo mismo pasa cuando un hombre homosexual sale del clóset y sus amigos se alejan porque piensan “ahora va a querer algo conmigo solo porque soy hombre”. Ese tipo de prejuicios son el germen de pensamientos peligrosos que, en algunos casos extremos, derivan en violencia sexual. Cuando alguien se convence de que tiene derecho a poseer a otra persona, incluso sin su consentimiento, ya no hay justificación posible. Es un acto enfermizo.
Cuando conocí a mi pareja, por primera vez entendí lo que implicaba estar con una mujer. No solo desde lo sexual de hecho, eso llegó mucho después, sino desde la construcción conjunta. Nos conocimos en grado once y, a mitad de año, empezamos a salir. Yo seguía siendo ese joven solitario, alcohólico, adicto al contenido para adultos. Ella era todo lo contrario: inocente, sana, sin vicios. Sobreprotegida por su mamá, exigida a sacar las mejores notas. Mientras yo apenas logré graduarme, ella brillaba. La vida, nuevamente, me mostraba lo difícil que puede ser para las mujeres.
Nos complementamos. Ella fue mi guía, mi salvación; y yo, su impulso para romper ciertos límites. Yo fui quien la animó a cuestionar, a rebelarse un poco, a probar su primera copa de vino. Ella es hermosa. Aprendimos juntos, de verdad. Ambos coincidíamos en nuestra forma de ser reservados, pero no en nuestras realidades. Gracias a ella y a mi madre, ese niño que creía que una mujer libre era automáticamente “disponible”, comenzó a morir. Empecé a ver que los comentarios misóginos no eran exclusivos de los hombres.
Recuerdo cuando decidimos empezar a planificar. Su mamá casi colapsa al enterarse. No le importó que su hija fuera víctima de abuso por parte de un primo. “Como no hubo unión íntima, no fue nada”, dijo. Pero sí le molestó profundamente que ella quisiera tomar decisiones sobre su cuerpo. Esa represión era evidente. Muchas jóvenes de su familia habían quedado embarazadas porque no podían hablar de sexualidad, ni protegerse adecuadamente.
Aun con todo en contra, lo hicimos. No tenemos condiciones para ser padres, pero tampoco queremos negarnos la posibilidad de vivir plenamente nuestra sexualidad. Dicen que el amor es una atadura. Para nosotros ha sido una liberación.
Con ella, por fin, entendí lo que tanto leía y miraba. Nació mi tesis de interacción erótica como energía vital, pero también comprendí la diferencia entre el acto intímo y hacer el amor. Sigo aprendiendo a mi ritmo. Con ella descubrí lo verdaderamente bello que es compartir cuerpo, alma y deseo.
Sofía y Santiago
Este año, una chica muy cercana a nosotros solía decir que deseaba tener una relación como la nuestra. No voy a mentir: saber eso me alimentaba un poco el ego. Nuestro mejor consejo siempre fue: “No te afanes, en cualquier momento llega”.
Meses después, apareció un nuevo personaje: un tipo que ella había conocido y que vino a visitarla a casa. Para efectos de este relato, los llamaré Sofía y Santiago, para cuidar sus identidades.
Sofía estaba nerviosa pero emocionada. Era su primera cita “seria” después de años encerrada en casa. Los tres coincidíamos en ese carácter ermitaño. Santiago entró y saludó de una manera extraña. Algo no me cuadraba. Hablé con mi pareja: “Este man no me convence”, le dije. Ella pensaba igual.
Salieron, dieron un paseo, comieron algo, fueron al cine. Luego él la trajo de regreso. Sofía, todavía nerviosa, nos preguntó qué pensábamos. Le compartimos nuestra desconfianza, aunque sin juzgarlo, dándole el beneficio de la duda.
Vale la pena hacer una pausa aquí. Nunca lo he dicho en voz alta, pero siento un tipo de protección casi instintiva hacia Sofía y mi pareja. Son personas fundamentales en mi vida. A veces esa protección puede parecer posesiva, lo reconozco, pero no proviene del control, sino del cariño profundo. En ciertos momentos he llegado a pensar en un futuro donde estemos siempre juntos, en confianza y apoyo mutuo.
Desde aquella primera salida, me sentí amenazado por la presencia de Santiago. Como si su llegada rompiera el equilibrio de nuestra pequeña “manada”. Me esforcé por dejar de lado esa sensación, recordándome que no era nadie para intervenir.
Con el tiempo, él empezó a venir más seguido. Terminó integrándose a nuestra dinámica. Aunque Sofía le había dejado claro que no quería una relación formal, él insistió durante más de un año, hasta que ella finalmente cedió, o se rindió ante tanta persistencia.
…Hablemos de Santiago: un tipo de calle, trabajador, que usaba su salario para beber y comprarle cosas a Sofía. Le gustaba consumir drogas estimulantes. Su mamá lo había abandonado por problemas de adicción, y fue criado por su abuela. De vez en cuando tenía contacto con su padre, un militar o policía, no recuerdo bien. Teníamos algunas cosas en común: la música, el cigarrillo, y Sofía. Nos gustaba el chirrincho y la cerveza, pero él siempre llevaba ventaja en la noche. Yo era más fantasioso con ese mundo que apenas conocía.
Se ganó la confianza de la mamá de Sofía, lo cual facilitó que ella saliera más y que su madre soltara un poco el control. Eso me incomodaba. A veces, me parecía que tenía demasiada cercanía con ella. Santiago tenía un pensamiento hipersexualizado, con comportamientos extraños: por ejemplo, ofrecía estimulantes sexuales a sus amigos para que usaran su casa con sus parejas. También decía identificarse como bisexual.
Sofía, por otro lado, era una chica tranquila, de hogar humilde. Su padre las había dejado a ella, a su madre y hermanas por otra mujer, que vivía apenas a dos casas de distancia. Sofía era reservada, sin vicios. También fue criada bajo una exigencia académica fuerte, aunque no tan estricta como la de mi pareja. Le gustaba el manga de temática homosexual, y no le agradaba la cerveza.
A pesar de sus diferencias, como pasó con nosotros, uno pensaría que podían complementarse. Pero no fue así. Simplemente no funcionaban. Aun así, Santiago se mantuvo cerca. La madre de Sofía continuó en contacto con él, porque le gustaba salir a fiestas y beber, y él siempre estaba dispuesto. A cambio, ella le facilitaba los encuentros con su hija. Sofía, aunque incómoda, accedía a acompañarlos.
Si alguna vez hubo amor entre ellos, Sofía ya no lo sentía. Y Santiago se negaba a aceptarlo.
Una vez, compartiendo un cigarrillo, Santiago me mostró fotos explícitas con otras mujeres, como si fueran trofeos. Me pregunté cuándo había conseguido ese contenido y le pedí fechas. Su respuesta fue inquietante: coincidían con el tiempo en que aún estaba con Sofía. Me pregunté por qué, si tenía todo eso, seguía detrás de ella. Su respuesta fue demoledora:
“Hasta que no vea que está con alguien que realmente la ame, no la voy a dejar.”
A pesar de mis advertencias, Sofía no podía liberarse del todo. Un día salió con su mamá y Santiago quien apareció de repente. Él las llevó en su moto, aunque Sofía no estaba del todo de acuerdo y su madre no percibió el peligro.
Sofía debía llegar a casa media hora después. Nunca llegó.
Ese día, Santiago la violó.
Como si ella fuera una deuda pendiente, una propiedad reclamada tras años de insistencia. Le arrebató su derecho a decidir. Me dolió profundamente no haber podido evitarlo. Me mostró que incluso aquellos que están cerca pueden esconder lo peor. Convirtió el acto más humano y hermoso en un símbolo de dominación y violencia.
Volví a sentirme como ese niño de antes: desorientado, paralizado, viendo a Santiago negar lo ocurrido, rodeado de policías. Sofía, destrozada, lloraba a lo lejos. Nosotros la protegíamos, mientras tres policías se reían entre ellos, como si no fuera grave. No pude golpearlo. No dije nada. Solo quedé ahí, como ese niño impotente, tratando de defender a su mamá con un golpe inútil.
¿Por qué soy machista?
¿Por qué soy machista? Tal vez por la jerarquía de poder en la que crecí, que me acostumbró a ciertos privilegios… y de los que he tenido que desapegarme. Por la forma en que entendí el mundo desde niño, en un hogar donde las mujeres no tenían autoridad sobre sus vidas, donde me lavaban la ropa, me cocinaban, me resolvían muchas cosas. Donde, por comodidad o por costumbre, descargaba ciertas responsabilidades en ellas.
Aunque, también, siento que no lo soy. Al menos no completamente. Crecí rodeado de mujeres, y eso me permitió cambiar la percepción que tenía sobre la vida. Trato a todos por igual. Lo único que realmente modifica cómo veo a alguien es su capacidad de pensamiento, su inteligencia. Ahí nace la admiración, sin importar el género.
Pero cuando intento pensar en qué más me hace machista, me bloqueo. Y me doy cuenta de que como ya dije a veces me importa poco. No quiero asumir que solo por ser hombre debo cargar con una culpa estructural. No quiero autocensurarme.
Quería terminar este texto de la mejor forma posible, pero siento que me están empujando a definirme en términos que no me representan del todo. No soy el “aliado perfecto”, ni el agresor. No soy el más valiente, ni el mejor hombre. No soy un defensor ideal, ni el peor de los tipos. No soy el más, ni el menos. Tal vez ni siquiera soy el “normal”. Tampoco soy el machista arquetípico.
Soy alguien marcado por sus excesos: con tendencias adictivas, autodiagnosticado con depresión, hipersexualizado. Alguien que vio en la mujer, durante muchos años, solo una imagen construida desde el deseo, el placer y la seducción.
Si alguna vez he discriminado, molestado o hecho daño, no ha sido dirigido solo a un género. En mi peor versión, he sido injusto con todos por igual. Pero ahora, desde otro lugar, intento romper ese ciclo. Con errores, claro. Con contradicciones. Pero también con conciencia.
Comunicadora Social, docente, investigadora y emprendedora. Líder del proyecto El Claustro, periodismo Universitario y del Semillero de Investigación COMPETIC, del programa de Comunicación Social.
Disfruto aprender, enseñar y compartir experiencias que transforman para contribuir a la formación profesional, ética y humana. ¡La educación es el arte aprender haciendo para visibilizar lo invisible y construir nuevos conocimientos desde el contexto en que habitamos!