Ya no aguantaban las ganas de verse frente a frente sin mediación de una pantalla.
Él miraba sus fotos y veía en ella todo un mundo por descubrir.
Ella lo escuchaba día a día cuando él la llamaba para contarle sus rutinas.
Y aunque no habían podido tomar un café juntos, ni se conocían personalmente, ambos descubrían un poco de sus vidas en la distancia, cuando en medio de sus ocupaciones dejaban un rato para saber del otro.
Hablaban de música y de cine. Se contaban sus días de infancia. Aquellos recuerdos familiares de otros años donde la vida trascurría sin cuarentenas.
Habían acordado varias citas para verse a escondidas. Pero cuando él podía, ella debía quedarse en casa por las restricciones. Y cuando ella salía por la ciudad, él debía estar en reuniones virtuales o estudiando a través de sus plataformas.
Hasta que una vez en un día normal coincidieron y se escaparon de sus agitadas vidas frente al computador.
En medio de una calle se encontraron y estrecharon sus manos conservando una distancia prudente. Más que por el virus, por el nerviosismo de verse por primera vez.
Él le dijo cosas que la hicieron reír, pero se lamentó por no poder ver su sonrisa escondida detrás del tapabocas. Sin embargo, se la imaginó. Él se había enamorado de su sonrisa por fotos. Ella se había enamorado de su voz cuando lo escuchó por teléfono.
Hablaron algunos minutos y luego cada uno volvió a sus rutinas. Ella sintió una agradable sensación de un deseo cumplido. Él quedó con la sensación de esperar una nueva cita para verse otra vez, ojalá sin límites de tiempo, acompañados de un café o quizás de un vino.