¿Sabías que correr dejando un dulce en el parabrisas de los carros durante los 30 segundos que dura un semáforo en rojo tiene su recompensa? saca pierna y deja plata. Estudio Comunicación social, viví una de las experiencias más intensas de mi vida; por ocho horas fui vendedora de dulces en los semáforos. Gané mucho y más que dinero aprendí; fue una experiencia maravillosa.
Por Anny León, estudiante programa de Comunicación Social- FUP.
Algunas personas se preguntarán por qué ha incrementado de manera exponencial la cantidad de vendedores ambulantes en los semáforos en la ciudad de Popayán; las especulaciones nunca sobran, escuchas por ahí ¡son venezolanos! refiriéndose a la situación económica y política de nuestro país vecino que ha obligado a muchos de sus ciudadanos a desplazarse a Colombia.
Los rumores en las calles de la gran mayoría de la población colombiana hacen referencia a que un vendedor ambulante no gana mucho dinero o si lo hace son pocos pesos. De estas afirmaciones podríamos concluir que mayor es la ganancia de una persona que trabaja 6 u 8 horas, recibiendo un pago de $3.000 pesos por hora, siendo un total de $24.000 pesos el día. Esta es la conclusión de unos simples comentarios, ahora concluiremos a partir de mi experiencia en los zapatos de un vendedor en los semáforos,:$42.700 en menos de 8 horas.
Estoy en séptimo semestre de Comunicación social en la Fundación Universitaria de Popayán, en una de las materias que curso surgió un trabajo periodístico de campo sobre los oficios en Popayán, sin pensarlo dos veces escogí las ventas ambulantes en los semáforos, una vez decidido, el siguiente paso: involucrarme de manera ficticia en la escena e investigarlo.
Supuse que no sería fácil por las cuestiones de imagen y reputación, las amigas chismosas de tu mamá: – “vi a tu hija vendiendo dulces en los semáforos…”, tus amigos de la universidad, profesores, amigos de los años de colegio, tu “crush” en fin…una lista interminable.
No podía olvidar que no sería la única persona vendiendo allí, tendría todo tipo de competencia. Algunos se posesionan del espacio público como si fueran los dueños, es decir, si un vendedor lleva ya un tiempo considerable trabajando en un sector de semáforos en la ciudad, es difícil que acepten otro vendedor que lleve a “invadirles su terreno”. Ya he presenciado riñas en los semáforos por esta razón; también la vergüenza de hablar a desconocidos, intentar vender y encontrarse múltiples personalidades, unas agradables y otras irrespetuosas; sin embargo, me lo había propuesto y era un hecho.
Para llevar a cabo mi experimento, necesité mi “starter pack” o paquete de inicio para los de poco inglés, vestuario, mis argumentos de venta, una bolsa de dulces, mucha energía y mi mejor sonrisa.
No podía ir sola, necesitaba registro fotográfico de mi gran hazaña periodística. Por eso le comenté a un amigo y efectivamente decidió apoyarme. Era jueves por la mañana, esperaba con ansias que mi amigo llegara por mí. A eso de las 10:00 a.m sonó el citófono. Era el portero anunciando a William, un amigo, fotógrafo y cómplice por este día. Enseguida salí; yo llevaba ropa deportiva y en un maletín un canguro sport, una bolsa de dulces, una gorra y un buzo.
Fuimos en motocicleta hasta el centro comercial Campanario; llegamos hasta el parqueadero y dejamos la moto ahí guardada; saliendo de allí, mientras caminábamos listos para ir al punto de los semáforos, me iba colocando la gorra, recogiendo mi cabello, amarré el buzo a mi cintura y tercié el canguro en mi hombro. Nunca me había sentido tan incómoda por mi forma de vestir en la calle. Suelo usar ropa deportiva sólo para hacer deporte obviamente lejos de la ciudad, pero yo me lo estaba tomando en serio.
En cuanto llegué a la vía, nos hicimos debajo de un árbol que está en el separador de la avenida. William se sentó y cuál detective sacó el lente de la cámara por un roto de su maletín y yo me quedé de pie esperando que el semáforo se pusiera en rojo. En ese momento, los vendedores que estaban ahí nos miraron extraño; creo que no les agradó mucho nuestra sospechosa presencia; los analicé y en dos cambios de semáforo saqué la primera bolsa de dulces de mi canguro y me paré al inicio de la vida. Dos de los limpiadores de parabrisas de los carros, se hacían comentarios entre ellos y algún piropo tiraron, no presté atención, pues además de tener en cuenta todo lo que pasaba a mí alrededor yo estaba contabilizando el tiempo del semáforo para saber a qué velocidad ir y que no se llevaran el dulce sin recibir siquiera una moneda; en seguida el semáforo cambió, respiré hondo y empecé por el lado izquierdo de la vía.
Este trabajo requiere de tu mejor disposición para socializar de forma extremadamente rápida; no era sólo cuestión de tirar el dulce en el parabrisas e irse, como hacen la mayoría de vendedores con los que me he topado mientras voy en un vehículo y paro en algún semáforo de la ciudad. Todo se resumía en dar una buena impresión en vez de lástima.
Paré en el primer vehículo, la ventana estaba cerrada. Mi mente entró en shock por cinco segundos y pensé: ¿ahora qué hago?”, luego en cuestión de segundos reaccioné y saludé sacudiendo mi palma de lado a lado, me agaché al nivel del carro, mostré una sonrisa a través del vidrio al conductor y le dije: ¡Buenos días! Hoy quiero alegrarle la mañana con este dulce y recuerde que no hay días malos, hay días sin sonrisas y puse mi primer dulce del día sobre el parabrisas.
Me sentí apenada, era inevitable que mi voz saliera temblorosa al igual que mis manos. Sentía calor en mi rostro y rojitas las orejas, como una de mis canciones favoritas de Extremoduro, una banda de rock española. Sin embargo, la sonrisa que devolvió aquel señor me trajo a mí la confianza que necesitaba.
De ahí en adelante había una hilera de alrededor de 12 carros, de los que en mis primeras pasadas solo alcancé a dejar dulces en siete carros. Mi discurso de venta estaba un poco extenso en comparación con el extremadamente poco tiempo que tenía para ello. Devolviéndome hasta el primer carro por el que había empezado, el hombre bajó su ventana me pasó unas monedas y dijo gracias, le sonreí y comencé a ver que los demás vendedores iban a un ritmo mayor al mío, me asusté y aumenté mi ritmo. De esos siete primeros carros sólo aceptaron dos, los demás me devolvieron el dulce.
Para las siguientes rondas ya había hecho una reflexión muy rápida, yo había llevado frases para alegrar el día escritas en una agenda dentro de mi canguro, las memorizaba y las decía. Esta vez, no habría tanto tiempo con las personas, una sonrisa y la frase serian suficiente mientras dejaba el dulce en sus parabrisas.
En todo el recorrido iba mejorando mi habilidad y mi discurso de venta: – ¡el fracaso no es una opción, puedes triunfar! , – ¡no cuentes los días, haz que los días cuenten!, – ¡tienes que hacer que ocurra, feliz día!… frases como estas y sumadas a una sonrisa; las hileras eran más largas y ya no me iba solo por una, sino por tres, empecé a recibir más y más monedas.
Aunque estuviera familiarizándome con el oficio, no dejaba de ser incómodo. Las miradas encima, unas raras, otras verdes, otras de burla. En ese momento pasó por mi mente un viejo dicho de mi abuela: – “la necesidad tiene cara de perro”, seguro que lo creí.
Pasadas unas horas, ya sentía mi canguro pesado; extrañamente me sentía feliz, menos avergonzada y más entusiasmada por vender, me había ido sorprendentemente bien, hasta que me topé con los bastos del día.
Uno de los carros por los cuales pasé, bajó su ventana polarizada, venía una joven conduciendo con ropa de marca (se reconocerla porque también me gusta llevarla puesta en algunas ocasiones), una fragancia un poco hostigante y unas gafas de sol sobre su cabeza; me miró mal cuando dejé el dulce ahí y de vuelta a recogerlo gritó: – ¡No, gracias! y enseguida rió junto a otras chicas que venían con ella. No pude ni hacerle una mala cara aunque hervía de rabia, el semáforo cambiaría en poco y no me detendría por gente como ella, no quisiera conocerla jamás.
Cada vez que el semáforo estaba en verde, me hacía debajo de un pequeño árbol que hay sobre el separador de la avenida; mi amigo me apoyaba, tranquilizaba y de paso me cuidaba la espalda. Bien o mal, el trabajo ambulante no es muy seguro y menos para una escuálida jovencita de universidad jugándosela para romper estigmas basado en sugestiones.
Todo fue una fachada para completar mi experimento social, lo acepto, pero lo que aprendí en las ocho horas más largas de mi vida no fueron en lo absoluto un engaño, fue lo más real que pude vivir, obligándome a ser paciente, tolerante y aguerrida.
Ya me dolían los pies, el sol había hecho efecto en mi cabeza, dolía un poco… el reporte del clima de ese día fue desgastante, sol y lluvia intermitente.
Estando en la escena de trabajo, noté algo raro. A mí me estaban dando más dinero que a los demás y no me pregunten por qué. Es un enigma completo. Si entramos en un juego de suposiciones, podría decir que fuer por ser mujer, pero había otras dos mujeres trabajando allí y yo seguía notando la diferencia; puede ser la limpieza, la presentación personal, el carisma en cambio de una cara amarga, la lista es larga pero me llevo una mágica experiencia para la posteridad de mis días.
Lo mejor de todo fue que todos los dulces comprados fueron vendidos, nunca esperé hacer realmente un ingreso considerable. En el día miraba unas cuantas veces el bolsillo de mi canguro asegurándome de cuanto me dejaba esos 30 segundos de semáforo, las otras sólo vaciaba el dinero feliz al canguro porque incluía billetes y monedas, máximo de $2.000 pero hacían “bulto”, en algunas paradas hacia entre $3.000 y $5.000 pesos.
Imaginen eso multiplicado por cada tres minutos que cambia a rojo el semáforo en ocho horas, una regla de tres simple, algo básico, (al menos para una estudiante de comunicación social y periodismo) sería 60 minutos lo que equivale a una hora, entonces ocho horas por 60 minutos es igual a 480, dividido por tres (los tres minutos en que demora en cambiar a rojo (al menos en los de campanario) es igual a 160.
160 veces, ¿usted lo cree? 160 veces recibiendo entre $3.000 y $5.000 pesos; Sería una locura que todas las veces recibiera la misma cantidad de dinero, pero para mi poca suerte de ese día no todas las 160 veces recibí eso; a veces 800 pesos o menos, sin embargo, supera en el doble o triple a la cantidad de un oficio en Popayán por un turno de ocho horas equivalente a $30.000 pesos suponiendo.
Algunas personas me vieron con cara de “no lo necesita” otros con cara de “qué buena actitud, colaboremos”, pero de todo lo que pude ver y experimentar ese día aprendí que más allá de la intención con la que vaya una persona a vender o prestar algún servicio informal en los semáforos, se trabaja y no con un uniforme ni un horario establecido, eres tu propio jefe y no es “Herbalife” ni “amway” ni “forex”, es el sudor, el agite del día, los comentarios y malas caras de la gente y la voluntad del corazón de las personas con las que te topas.
Algo que si quiero dejar claro y que ya lo pensaba antes y vuelvo a confirmar, es que una buena actitud lo cambia todo, considero que la única discapacidad de la vida es una mala actitud, mi día arduo terminó en unas horas y volví a mi realidad, a mi semana en casa y en la universidad, a los trabajos y los días de música y buenos amigos,.De que se hace plata se hace y ejercicio ¡ni se diga!, es una experiencia más para la posteridad de mis días y no dudaría en volverlo a hacerlo en un caso extremo de mi vida y de necesidad.
Para aquellos que no es un solo día de su vida, si no el trabajo que les da de comer a diario, que es la carrera constante, déjenme decirles que eso no debe denigrarlos, el trabajo es trabajo, hay que desconocer la naturaleza humana para buscar felicidad y éxito sin cambiar la disposición, así sólo conocerán esfuerzos sin fruto, por eso para mí, ese día, el día de vender en los semáforos, dejó mi fruto: $42.700 pesos, piernas más tonificadas, un color de piel más canela de lo normal, un corazón más agradecido y mucha admiración para aquellos, aquellos vendedores ambulantes.