A continuación, se presentan una serie de microrrelatos que se recopilan en el marco de la asignatura de Periodismo Digital, para entender las narrativas y recursos que se construyen desde la experiencia propia, la imaginación y el arte de escribir; desarrollados por estudiantes de tercer semestre de Comunicación Social.
Esta propuesta inició con un par de líneas sueltas, los estudiantes debían reconstruir la historia llevando consigo el hilo conductor narrativo, descriptivo y argumentativo. Cada relato es personalizado, fue asesorado y dirigido cuidadosamente para introducir diálogos y construir párrafos con sentido.
El objetivo, lograr microrrelatos coherentes, concisos e impactantes que se caractericen por su ritmo ágil y precisión del lenguaje, desafiando la creatividad del lector y del escritor, provocando un universo de interpretaciones y utilizando imaginarios, personajes y anécdotas trabajadas en obras literarias; así como propuestas narrativas vistas en clase.
El resultado es motivador y contrasta con las expectativas planteadas en el curso, porque no solo permitió construir un nuevo panorama desde la escritura, la creatividad y volar la imaginación aterrizada en la realidad, sino lograr propuestas aptas para publicar usando recursos digitales y la plataforma web de El Claustro, donde los mismos estudiantes subieron, organizaron y administraron la información paso a paso, aplicando conocimientos en perspectiva del ciberperiodismo.
Trenzas al viento
Por: Isabel Rodríguez – Docente CS

Cada mañana, al despuntar el alba, trenzaba con esmero el cabello de su hija. Lo hacía despacio, como si cada nudo fuera un conjuro contra el olvido.
—Para que el viento no te la arrebate —decía con una sonrisa que sabía a ternura y a temor.
La niña reía, ajena a los ecos lejanos de un mundo que se desmoronaba. Sus trenzas eran alas que aún no sabían del vuelo forzado.
Trenzar es tejer vida, memoria y resiliencia. Cada tejido agrupa y sostiene otros tejidos; es construir sabiduría espiritual, fortaleza e identidad.
Una tarde, los disparos cortaron el aire como cuchillas invisibles. La niña no volvió.
No hubo cuerpo, ni noticias, ni adiós. Solo el silencio seco de los pasos que no regresan.
Desde entonces, la madre dejó su cabello suelto. Lo dejaba enredarse con el viento, como una ofrenda, como un mensaje secreto que pudiera llegar hasta donde estuviera su hija. Se negaba a cortarlo. Decía que quizás, en algún lugar, el viento llevaría consigo el perfume de su espera, el rumor de una voz que aún la llama.
Las noches se hicieron largas, infinitas, pobladas por el susurro de memorias y la sombra del miedo.
Sentada en el umbral de su casa —esa casa que parecía más grande desde que faltaba la risa—, dejaba que el viento jugara con sus mechones, como si en cada uno pudiera esconderse una pista, una señal, una presencia.
Una tarde de otoño, una niña del barrio llegó hasta su puerta. Tenía los ojos llenos de lágrimas y la trenza a medio deshacer. No dijo nada.
La madre la miró en silencio, como si ya la hubiera estado esperando. Tomó el cabello entre sus dedos —los mismos dedos que una vez tejieron risas—, y lo trenzó con la misma delicadeza de siempre.
—Para que el viento no te la arrebate —susurró, mientras el sol caía detrás de los cerros.
Desde aquel día, otras niñas comenzaron a venir. A veces solas, a veces tomadas de la mano. Algunas con trenzas rotas, otras con el corazón temblando.
Y ella las recibía a todas. Las peinaba en silencio, una por una, con la calma de quien espera.
En cada trenza, ponía un hilo de memoria, un deseo de abrigo, una promesa de regreso.
Sentía que, al tejer esos cabellos, su hija volvía a casa, poco a poco, entre nudos invisibles y risas prestadas.
Con el tiempo, su casa se llenó de niñas con trenzas firmes y miradas encendidas. Y aunque su hija nunca volvió del todo, algo en ella dejó de estar tan lejos.
Porque a veces —pensaba la madre—, cuando una trenza resiste al viento, también resiste al olvido.
Las botas en la puerta: El eco del silencio
Por: Luis: martes
Las botas en la puerta, como un símbolo de la guerra que había invadido su hogar, permanecían inmóviles, testigos mudos de una vida interrumpida. Eran más que simples objetos; eran el eco de pasos que alguna vez resonaron con determinación y esperanza. Cada marca en el cuero contaba la historia de batallas y sacrificios, de un hombre que había llevado el peso del mundo en sus pies.
El fusil, abandonado en el suelo, era un artefacto de destrucción que contrastaba con la calidez del hogar. Su cañón apuntaba hacía el vacío, como si señalará el abismo al que se había arrojado aquel que lo portaba.
La ausencia de su dueño generaba un silencio ensordecedor, un murmullo de recuerdos que llenaba cada rincón de la casa. Las paredes parecían susurrar su nombre, pero él nunca regresó a casa.
El hogar, una vez refugio de risas y abrazos, se transformó en una tumba de lo que pudo ser. La luz del atardecer filtrándose por la ventana proyectaba sombras largas y tristes, como si la propia casa llorará la pérdida. Cada objeto en el interior parecía gritar su ausencia: la mesa aún servía para cenas no compartidas, las sillas permanecían vacías esperando su regreso.
La puerta quedó entreabierta, un umbral entre dos mundos: el de la guerra y el de la paz.
Las botas y el fusil eran recordatorios constantes de una elección hecha en un instante; una decisión que lo llevó a cruzar esa línea invisible entre lo cotidiano y lo trágico. Y así, mientras las estrellas comenzaban a brillar en el cielo nocturno, el hombre se convirtió en un fantasma entre las sombras, atrapado en un ciclo interminable de lo que fue y lo que nunca será.
La vivienda quedó atrapada en el tiempo, esperando una vuelta que no llegaría jamás. Las botas seguirán allí, testigos silenciosos del sacrificio y la desolación, mientras el fusil reposará en el suelo como símbolo del costo irreparable de la guerra. En ese instante eterno, comprendimos que algunas ausencias son más pesadas que cualquier carga llevada por unas botas; son las huellas imborrables que deja la vida cuando decide marcharse sin previo aviso.
La Casa del Río
Por: Gabriela – Jueves 10
El agua trajo su voz. Murmullos entre los juncos, un canto entre las piedras. Sabía que no era posible, que su hijo se perdió hace años, que el río solo devuelve huesos. Pero cada tarde, cuando el sol se quiebra en las aguas, ella sigue esperando, con la puerta abierta, por si alguna vez el río susurra su nombre. Poco a poco el río se iba convirtiendo en un consuelo, donde las aguas turbias de la impunidad reflejaban las caras de ellos, los inocentes.
Los falsos positivos eran las piedras que se tiraban sin temor alguno al río, hundiendo a las familias en un laberinto de dolor y desesperanza. El viento traía las olas que golpeaban fuerte contra la orilla, cerca de su casa, la casa donde se encontraba el eco y el dolor de un jardín sin flores, sin vida. Sus nombres eran arena, arena que se iba entre los dedos como las respuestas y la justicia.
En la casa, la puerta estaba esperando el regreso de los que se fueron. Y en el río, el agua seguía corriendo, llevándose así la memoria de los perdidos. Aunque en el fondo, sus voces susurraban, en su corazón y en su vida algo faltaba.
Voces en la radio: Harrison – Miércoles 9
En la noche encendía la radio y escuchaba los nombres de los desaparecidos. Cada día, llamaba y preguntaba por él. “Aquí no está”, le repetían. Pero un día, su voz salió al aire. Su historia quedó en el viento. Y aunque él nunca volvió, su nombre ya no pudo borrar.
Aquel ser y presencia estaba muy impuesto en su pensamiento. Los comunicados expuestos diariamente por los locutores le traían millares de recuerdos. Las risas, momentos, sentimientos y sensaciones hicieron llegar alegría a su corazón, pero también conflicto.
La culpa carcomía su ser día tras día, aquella fatídica pelea ocasionó un descontento en ambos, generando que perdieran toda su comunicación. La noticia llegó como un balde de agua fría, porque sentía culpa de aquel suceso.
Su alma ya no podía resistir tanto pesar. La agonía junto con la ansiedad penetró en su corazón en el primer momento en que sintió la brisa fresca, aquella que crecía con profundidad a medida que pasaba el tiempo. El dolor y fracaso llenó su existencia en el último segundo. “Ahora podré disculparme contigo”.
La mochila vacía
Por: Yuly Viernes 11
Tejía mientras esperaba. Su hijo salió a comprar pan y nunca volvió. Al principio tejía su rostro, luego su nombre, después, solo hilos sueltos. Un día, la mochila quedó vacía. “No hay qué bordear si ya no queda esperanza”, dijo. Pero al amanecer, tomó la aguja otra vez.
La madre se sentó en la misma silla de todos los días, en el mismo lugar, esperándolo. Los días se convirtieron en semanas y los meses en años. Pero la fe sigue intacta y la aguja en la mano, lista para seguir bordando el bello rostro de su amado hijo en la mochila vacía.
La mochila vacía se convirtió en un símbolo de memoria. Cada hilo que la madre bordaba era un recuerdo, un momento compartido con su hijo. La mochila se llenó de colores, donde cada uno reflejaba un secreto, un sueño, una historia.
La madre siguió bordando, día y noche, sin parar. La aguja se convirtió en una extensión, de su mano, de su corazón. Cada una era oración, un susurro, un grito. La mochila era un espacio donde la madre podía expresar su dolor, amor y esperanza. Y aunque nunca su hijo volvió, sabía que su memoria estaba representada por cada hilo que conformaba esa mochila.
El susurro del río
Por: Maia – Lunes
El río hablaba en voz baja, arrullando los nombres que la guerra le arrojó. Cada ola era un secreto, cada remolino, una historia que nunca llegó a escribirse.
El agua, incansable testigo, llevaba consigo los ecos de pasos que nunca regresaron, su corriente, como una pluma temblorosa, escribía sobre la piel de las piedras, aquellos nombres que el viento ya no se atrevía a pronunciar.
En la penumbra del alba, el río escondía sus lágrimas en la neblina que rozaba la orilla. Los árboles inclinaban sus cuerpos desnudos, acariciando el borde como manos que buscaban un cuerpo perdido, suspirando por una última caricia.
Más allá, donde el río se funde con el horizonte, el agua seguía murmurando entre los sauces con ternura feroz. Cada gota, arrastraba en sí misma, un nombre, una historia, un eco de risas que el destino quebrantó. Y así entre la risa y la melancolía, el río continuaba con su viaje, amando con furor y nostalgia lo que la vida ya había arrebatado.
Huellas en el río Cauca
Por: Miguel Domingo
El río canta los nombres de las que se llevó. En cada ola, una historia. En cada piedra, un recuerdo. En cada orilla, una madre con los pies hundidos en la arena, esperando que el agua le devuelva a su hija.
Con un rugido tan inmenso que parece tragar el cielo entero; Cada ola es un grito de
siglos, una explosión de recuerdos, historias y verdades que se pierden en su corriente imparable. Es como un monstruo que arrasa con todo lo que encuentra en su camino, pero a la vez, se disfraza de calma, como un sueño que parece nunca despertar.
Las madres, en las orillas son sombras que con los brazos extendidos esperan el regreso de sus hijas como si pudieran devolver el tiempo con una caricia. El agua se pasa sobre la arena y por sus pies como un suave velo, y sus ojos abiertos como puertas a la posibilidad de un reencuentro, pero siguen la danza infinita de las olas buscando una señal que les pueda decir que el río ha soltado sus flores, que ha soltado a sus hijas.
El cuchicheo del agua resuena, las botas continúan al compas, como una melodía incesante, como un susurro de mil voces que se mezclan, se enredan y se entrelazan en una narración sin fin, y en cada murmullo del río, la esperanza se reinventa como un eco que se repite, como una mentira que se convierte en verdad: el agua nunca olvida, ni siquiera lo que es irremediable.
Estos microrrelatos transformadores, inspiran verdad, memoria y justicia. Son la palabra viva y natural que las mujeres relacionan con el dolor, el miedo y la incertidumbre. Ser escuchadas a través de microrrelatos no es un registro de motivación; sino un código de significación, que afirma y confirma la permanencia de los poderes dominantes, inscritos en los lenguajes verbales y no verbales y en los códigos de comunicación culturalmente aceptados en territorios violentos, silenciados y desconectados tecnológicamente, donde las mujeres están obligadas a callar la verdad.
Por: Valentina Rodriguez: trenza Sabado
Por: Yesid domigo