Escrito Por: Diana Diaz, estudiante de Comunicación Social FUP.
Editor/a: Diana Diaz
Tras las fachadas blancamente interminables, la arquitectura colonial pura e inmaculada y las calles llenas de un silencio ruidoso, crece sonoramente la sinfónica realidad que ya no puede ser escondida.
Era 1999, Yelitze Amanda González, dejó su pueblo natal, Timbiquí, para encontrar en Popayán un mejor futuro. Se despidió de su madre y sus hermanos, se embarcó y viajó por más de 5 horas para llegar a la ciudad. Una jóven llena de sueños, su corazón latiendo a mil pero con el brillo valiente alumbrando sus ojos. Sin embargo, el recibimiento por parte de la gente fue tan frío como el mismo aire que rodeaba la ciudad. Por primera vez, entendió el significado de ser diferente, de ser… negra.
“Mis compañeros se burlaban de mí y otras amigas, por causa de nuestro acento, nos decían pelo de brilladora, no se juntaban con nosotras y decían que si nos tocaban los “pintaríamos” de nuestro color”, afirmó. De repente, su sueño fue espantado como las aves de los cultivos, la esperanza y emoción que su corazón guardaban se esfumó casi tan rápido como la sonrisa que acompañaba su mirada llena de ilusión. La realidad siempre pega con un baldado de agua fría.
Aunque ahora ya es una mujer de 41 años, madre de 3 hijos y de profesión trabajadora social, sigue teniendo en su memoria todas esas experiencias que vivió cuando llegó por primera vez a Popayán. “Aún ahora, sigo teniendo este tipo de situaciones de racismo, quizás no igual de fuertes, pero lo noto cuando solicito trabajo o incluso, cuando estoy buscando un apartamento”, comentó.
El tabú de ser un hombre negro
Daniel Valencia, creció en medio de la discriminación. Él era un niño payanés como todos a excepción de su tono de piel. Sonó el timbre, el siguiente profesor entró al aula anunciando con tono autoritario que el trabajo debían hacerlo en grupos. Voces se alzaban en medio de otras para escoger. Mientras los grupos se formaban, el joven Daniel intentaba hacer parte de ellos. Las risas burlonas sumadas a los fuertes ¡NO! que recibía fueron suficientes para entender el mensaje. No se harían nunca con él, porque era negro.
Los años pasaron, ya no era más un niño, la pubertad había hecho cambios increíbles. Su cuerpo era más fornido, era alto, se había vuelto… atractivo. Conoció a una chica, quedaron de encontrarse en el parque principal de la ciudad. Sin embargo, lo que le dijo luego de pasar el rato, le hizo entender cómo era visto en realidad, “Es que yo quiero un negro, a mí me gustan los negros”, ahí entendió lo que significaba su color de piel para las mujeres de tez clara, no era más que un premio, algo tabú, un deseo inexplorado. Se sentía extraño, el ser visto como un objeto y no como una persona era para él, una situación desesperanzadora.
“Puede que para muchas mujeres esto no sea tema de ser racista, pero es que yo no soy un tabú, soy un hombre común y corriente”, comentó. A diario recibía comentarios discriminatorios que ponían en evidencia lo diferente que era de un hombre “blanco”, quería ser normal, pero la normalidad no existe en la ciudad.
En medio de blancas paredes, se escuchan los murmullos discriminatorios de una sociedad marcada por el clasicismo histórico. El disimulado racismo aumenta a paso suave, casi como si se tratase de un crescendo en una orquesta tratando intensamente de llegar a su punto más alto. La dualidad blanca payanesa se esparce, ya la ciudad no es netamente blanca, es ahora un paraíso étnico.