Angela Giraldo Quijano, Sofia Ordoñez Castañeda, Maria Jose Moreno, Isabela Arias
“Ay, me escondo atrás.
Los niños del cerro
Espero que allá nos dejen dormir
Después, volver, perder
Lo que quiero más
Que el susto no termine en miedo”
Cuerpos que resisten la noche
La noche se abre paso sobre el pavimento húmedo, donde las luces de los postes parecen latir al ritmo cansado de la ciudad. Las sombras se estiran como si también buscaran un lugar donde descansar. En este asfalto que respira historias, caminan los cuerpos y almas que aprendieron a resistir: los que enfrentan la intemperie, el juicio y el olvido. No venimos a hablar por ellas, sino a escucharlas, a caminar junto a su paso, lento pero firme, en medio del ruido de sirenas, risas y heridas que aún no cierran.
La piel que aprendió a resistir
Apocalyptica me contó que desde niña supo que era diferente. Mientras los niños jugaban fútbol en los descansos, ella prefería planchar el cabello de sus compañeras, un gesto simple que terminó costándole insultos, empujones y la mirada desconcertada de su hermano. Él la obligaba a jugar, pero ella siempre encontraba una manera de perder a propósito. Era su forma de decir sin palabras que no pertenecía a ese juego.
Con los años, aquel hermano se convirtió en su protector, aunque en casa la historia era otra. Su madre, una mujer devota, no podía aceptar que su hijo no fuera lo que esperaba. Apocalyptica aprovechaba los momentos de soledad para vestirse con la ropa de su madre, maquillarse frente al espejo y ser, aunque fuera por minutos, ella misma. Cuando escuchaba las llaves girar en la puerta, se desvestía rápido, limpiaba el rostro y retomaba su disfraz de hombre.
—Está bien que seas gay, pero mariquear ya es otra cosa— recuerda que le dijo su madre una tarde, cuando ya no pudo ocultarse más. Apocalyptica no retrocedió. Sabía que la vergüenza no era suya, sino del mundo que le exigía esconderse. Y aunque su madre soñó con tener una hija, nunca entendió que la vida ya se la había dado, solo que en un cuerpo que no supo reconocer.
Maria Jose Moreno Yepes

Las leyes del asfalto.
El reloj marcaba las cuatro de la tarde cuando Karoline entró a Bendito, un restaurante en el centro de Popayán. El sol se filtraba por el techo descubierto mientras el olor a pizza recién horneada se mezclaba con el de su perfume dulce. Vestía de cuero, labios rojos y botas altas. Su andar levantaba miradas, y su voz, cargada de ironía, llenaba la mesa.
A su lado estaba Nicole, su amiga y confidente. Entre risas y aguardiente, Karoline comenzó a desarmar su historia. Nació en el 97 o el 98, según le convenía decir, y desde niña se supo distinta. Primero se llamó Andy, luego Cameron, y finalmente Karoline. Cada nombre fue un pedazo de piel que dejaba atrás para acercarse a quien realmente era.
A los doce años empezó a hormonarse por su cuenta, sin acompañamiento médico, con pastillas de Microgynon 30. El cuerpo se convirtió en su propio laboratorio. A esa misma edad, también conoció la noche, la calle y el trabajo sexual. Mientras sus compañeras soñaban con fiestas de quince, ella aprendía a caminar con tacones sobre el asfalto mojado, a negociar con desconocidos y a esquivar la violencia.
Terminó noveno grado mientras trabajaba de madrugada. Dormía poco, comía cuando podía. Su abuela fue la única que la defendió del rechazo familiar, la única voz que le decía que no tenía nada de malo querer ser feliz. Las demás le dieron la espalda, y el Estado, como siempre, no la vio. Pero Karoline encontró otra forma de familia: las mujeres trans con las que compartía esquina, casa y miedo.
Con el tiempo, se volvió hija de Lizeth, la madre de La Esmeralda, y más tarde heredó su lugar. En el mundo del trabajo sexual, las jerarquías se construyen a golpes. Ser madre es sobrevivir y proteger. Karoline tenía el carácter, la fuerza y la voz que imponía respeto. ‘Yo anoto placas, peleo con la policía, no me dejo de nadie’, decía entre risas.
Sus cicatrices eran su biografía. Algunas se asomaban bajo su blusa; otras dormían en los pliegues del cuerpo. Cada marca era una historia de resistencia, una prueba de que había logrado mantenerse viva donde muchas no pudieron.
Cuando se convirtió en madre de las calles, comenzó a leer sobre leyes. Aprendió a citar la Constitución, a escribir peticiones, a exigir acompañamiento de salud. Sabía que el trabajo sexual no era ilegal, pero tampoco era reconocido. Entre el vacío jurídico y la represión policial, el cuerpo de las mujeres trans seguía siendo territorio sin derechos.
Isabela Arias Yanza