Karen: “El susto y el miedo”
En aquellas calles concurridas por autos, motocicletas y personas, cerca de una galería de mercado,
una calle llena de talleres de motocicletas y floristerías que conduce al último paradero de los infortunados
o afortunados que abandonan la vida. La oscuridad de la noche da paso al deslumbrante encanto de las mujeres que la habitan, historias que el día prefiere ignorar. Entre brillos, mallas y tacones, algunas desfilan con la elegancia de quien ha hecho del asfalto su pasarela, con la firmeza de quien solo es vista a partes.
Una pasarela improvisada dedicada a los hombres que, con disimulo y deseo, se acercan a preguntar por
el precio de la noche o, al menos, por una hora de esa noche.
Ese lugar era el hogar de Karen, una mujer que de a pocos la vida había empujado a conseguir un confort en el caos. Se debatía cada día entre el placer y “el susto”, desde que había perdido los rasgos convencionales de lo que representa una buena vida. Los días le apagaron el impulso y la enterraron en la costumbre. Hacía ya algunos meses que una noche llegó y la calle se la tragó, para vivir en sus entrañas.
Por alrededor de veinte años fue reconocida como una de las estilistas más importantes de la ciudad.
Entre tintes y tijeras, las clientas preferían sus manos y su trato amable. Pero con el tiempo, un nuevo gusto
se atravesó, corroyendo todo, infiltrándose hasta en los deseos, confundiendo la vida con un mal sueño.
Las prioridades se derrumbaron, el descanso quedó en el pasado, y el regreso a casa se volvió una mala idea.
El tiempo fue dándole la razón al deterioro. Cada segundo que la calle digería a Karen hacía más difícil devolverla a la superficie. Se distinguió como la madre, la matrona de las chicas que por algún momento decidieron intercambiar el placer por monedas. Aunque ese gusto le había quitado hasta los dientes, le había dado algo más: una gracia irrepetible, una chispa que la hacía personaje. Y en ese personaje encontró una nueva forma de vida.
La calle aún no se apropiaba de ella del todo. Sus apariciones nocturnas terminaban en un refugio diurno que pocos conocían: la casa donde vivía con su madre y su hermano. Pero el día que su madre murió, todo se desmoronó. Ya nada la detenía. La noche, con su rudeza y su ritmo, terminó por adoptarla.
En ese paisaje de luces artificiales, siempre hay gente a la que la velocidad no logra quitarle la empatía.
Así fue como un hombre llamado Carlos Betancur descubrió en Karen un personaje carismático. Primero la observó, luego se acercó con comida. Con el tiempo, entre risas y bromas, nació una amistad inesperada.
Carlos trabajaba en un restaurante y después en una estación de gasolina, justo en la boca de esa calle que
parecía tragarse a los débiles. Las noches se hicieron más llevaderas con las ocurrencias de Karen.
Un día, Carlos empezó a grabarla. En TikTok, su risa, sus gestos y su energía se convirtieron en pequeños fragmentos de humanidad compartida. Karen volvió a ser reconocida. Ropa, comida y cobijas comenzaron a llegarle como un eco de la vida que alguna vez tuvo. Por un instante, el tiempo le devolvió la acogida de cuatro paredes.
Pero las tragedias no siempre avisan. El 22 de septiembre, mientras la ciudad dormía, Karen disfrutaba de algún “susto” en la calle 4. Carlos estaba en la bomba de gasolina. Las muchachas esperaban clientes.
Los jíbaros acechaban. Los bares sonaban. Y entonces, los disparos.
Un policía accionó su arma en hechos confusos. Una, dos, quizás tres balas alcanzaron a Karen.
Base, bazuco, kazobo, “el susto”, la muerte: todo se mezcló en un solo instante.
La madrugada terminó convirtiendo el susto en miedo.

Angela N Giraldo Quijano