Ángela María Rodríguez Ortiz
Estudiante Comunicación Social FUP
Comenzaba el fin semana. Me encontraba trabajando en un grupo de contraguerrilla llamado Jungla, que es un grupo de apoyo cuando se presentan ataques terroristas en los pueblos de Colombia.
Llegó con puntualidad al Comando de la Policía y miro a mis compañeros con caras tristes
–Buenos días Hurtado, ¿qué le ocurre compañero? deje esa cara triste
-No tengo ánimo de hacer nada Rodríguez, la situación está muy tensa en estos días.
-Me responde con una sonrisa algo fingida.
Mientras terminábamos en cierta manera de no preguntar nada, escuchamos la voz fuerte del teniente
– ¡A formar, firmes!, señores buenos días o no tan buenos…. Nos informaron que hay una toma en Caldono, así que necesito este grupo como apoyo.
– Al Unísono todos respondimos con afirmación aunque los nervios y la incertidumbre hacían que el corazón latiera a mil por segundo.
Cojo mi bolso camuflado que siempre lo tengo listo y me coloco mi uniforme. Nos hacen subir a un bus, todos amontonados sin pronunciar palabra. Mi amigo y compañero Hurtado está a mi lado, los demás están en diferentes partes del vehículo intentando agarrarse de algo para no caerse. El frio es helado, como si te atravesara y te aprisionara el pecho ya que no podías respirar, no se podía ver nada en la oscuridad.
Luego, nos tocó bajarnos y empezar a caminar por una trocha fétida, llena de barro podrido y con piedras muy filosas, pasamos por quebradas, plantaciones de café y plátano, todo para poder llegar a un pueblito llamado Siberia que está cerca de Caldono. Mientras caminábamos nadie decía nada, había un silencio lúgubre y empezamos a escuchar estallidos y ráfagas de fusil y ametralladora; mis ojos se despiertan y siento que se mueven en todas direcciones buscando alguna señal de peligro, agarro con mis brazos mi ametralladora, pensado lo peor.
Apuramos el paso, mientras intentaba no caerme por el peso de mi equipo de campaña que constaba de dos raciones de comida, municiones, granadas, lanza granadas, frazadas, una capa, elementos de primeros auxilios, una colchoneta, una hamaca, un sleeping y el tesoro más preciado para mí, una estampita del Espíritu Santo que estaba algo arrugada y sin color porque al pasar un riachuelo, el agua me llegaba hasta el cuello y logró mojarla pero no la destruyó.
Eran las 12:00 de la noche y nos fuimos caminado muy sigilosamente, como un tigre cuando asecha a su presa y al llegar a un puente de madera artesanal, la primera pisada de uno de mis compañeros, activó una carga explosiva la cual para nuestra fortuna y bendición, no logró herir a ninguno de nosotros, solo fue el susto y el aturdimiento. Con más ánimo seguimos por una loma bastante empinada la condenada, porque me costó algunas cortadas poder subirla y de nuevo, volvimos a escuchar detonación tras detonación, como si de juegos pirotécnicos se trataran, pero esta vez, era el sonido de la muerte.
Al fin logramos llegar al pueblo a eso de las 4:00 de la mañana y decidimos ir a la escuela porque era el lugar que debíamos proteger porque en el suelo se encontraban algunas personas buscando protección.
Cuando llegamos lo primero que nos dijeron fue que no nos acercáramos al parque porque los guerrilleros estaban agrupados y formándose para ir a rematar a los policías que aún seguían con vida y para quitarles el armamento, los cascos y las botas.
Ante esa situación, mis temores me decían que me quedara pero el saber que matarían a mis amigos, a mis compañeros hizo que la adrenalina subiera por todo el torrente sanguíneo hasta mi corazón e impulsó mis pies directo al parque del pueblo. Cuando nos acercábamos, los guerrilleros empezaron la huida y algunos de mis compañeros fueron tras de ellos para intentar alejarlos lo más que podían del pueblo para así, poder ayudar a las personas y a mis compañeros heridos.
Me devolví hacia la escuela con dos compañeros más y en la parte de afuera, en el muro de la entrada, estaba un policía con su cabeza recostada en él y pudimos notar el impacto de bala en su cabeza. Parecía que quería resguardarse en el colegio, pero la bala lo alcanzó arrebatándole la vida en un instante.
Nos trasladamos más adelante, a revisar las aulas de clase y encontramos al comandante de la estación y a su esposa, debajo de los escombros porque una pared les había caído encima producto de la caída de un cilindro bomba, de esos que en la noche escuchaba previniéndome de lo que podría encontrar. Para nuestro alivio, estaban con vida y los sacamos rápidamente de ahí.
Continuamos el recorrido llegando casi al fondo de la escuela, donde quedan los baños de los niños y de pronto, aparece de la nada un compañero de espaldas, del susto que nos pegó, agarramos nuestras armas y nos tiramos al suelo, pero por el uniforme, nos dimos cuenta que era un policía. Al llamarlo, el volteó su rostro ensangrentado hacia nosotros y nos quedamos fríos, él sacudía sus manos de forma desesperada, tocaba las paredes y nos llamaba
-¿Dónde están?, no puedo ver nada, no encuentro mi armamento-
-y es ahí, cuando noto que sus ojos están colgando se sus orbitas.
-Tranquilo compañero, ya estamos aquí, ya viene un médico para sacarlo de aquí
– Le decía mientras lo ayudaba a recostarse sobre la pared. Mientras lo atendían, seguí caminado hacia el patio y al mirar al suelo, veo para mi horror, una pierna completa aún con el uniforme y la bota, al continuar, me encontré otra pierna, esta vez solo desde la rodilla pero también con la bota aun puesta.
Sentía que no podía respirar por ello, cada paso que daba, lo hacía llenado una bocanada de aire, un paso y luego la soltaba mientras pensaba en mi familia y en la estampita del Espíritu Santo como las bendiciones que aún me mantenían aquí, firme y con vida.
Cinco metros más abajo, en todo el centro de la cancha, estaba la parte del estómago y cuando volteo hacia la derecha, sobre un tubo que sostenía la bandera de Colombia en todo lo alto, estaba el tronco y la cabeza de mi compañero. Tuve que mantener mi compostura y sin pensarlo, empecé a orar porque lograba apaciguar las ganas que tenia de salir corriendo de ahí, de dejar esa película de terror y volver a la ciudad, donde parece que todo lo que pasa aquí es irreal y es solo producto de la imaginación.
Debía pensar en otras cosas porque aún no terminaba la pesadilla de este recorrido. Al pasar por un salón, miré en las bancas de los pupitres a una persona colgando ahí, me dirigí muy callado porque no había nadie a mi lado y al entrar, noté que era un guerrillero por la ropa y por la pañoleta con el símbolo de las Farc, pero esta, estaba llena de sangre y es cuando noto que estaba muerto boca abajo.
Ese día, murieron cinco de mis compañeros, cinco más quedaron heridos y un guerrillero muerto.
En mi mente se cruzaron miles de pensamientos, uno de ellos me repetía que debía retirarme de la Policía porque no había podido ayudar a los que habían muerto, me sentía culpable por ello. Pero pensé en mi familia y como buen psicólogo, me dije que tenía que seguir adelante, preparándome más y esforzándome para defender a mi familia, a las personas de cualquier comunidad y a mis compañeros.
Cuando terminé mi autorreflexión, decidí que me reemplazaran para poder respirar, me asignaron un cerro de la montaña, subí lo más rápido que pude, sin pensar en nada, me paré para mirar el pueblo y el sol empezaba a salir, un bello amanecer que en vez de relucir la naturaleza, relucía la destrucción.