Erika Espitia Realpe
Alejandra López Berrío
Programa de Comunicación Social-Periodismo FUP
Rosa María Caicedo, vive desde hace quince años en el asentamiento Laura Mercedes Simmonds y al igual que muchas de las mujeres que están en este lugar tiene una historia muy triste que contar.
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Nació en el año de 1940 en Neiva – Huila, hoy tiene 75 años, pero recuerda con nostalgia su dura infancia, apenas tenía siete años cuando junto a su madre debía encargarse de las obligaciones del hogar: barrer, trapear, lavar la ropa de sus padres y hermanos, hacer la comida, etc…. No había tiempo para el juego y mucho menos para ir a la escuela y como si fuera poco debía aguantar los insultos y el maltrato que sus padres y hermanos le daban, como dice ella “le daban una vida de perros” esta fue la razón por la que a tan corta edad decidió ver el mundo de otra manera.
En medio de su inocencia cogió su morral y no solo lo llenó de ropa, sino también de sueños e ilusiones, pero sobre todo mucho valor y sin saber a dónde ir, huyó. Ella dice que caminó mucho hasta que un camión cargado de café que pasaba por la carretera paró y la recogió, en él iba el conductor y su esposa, iban rumbo a Silvia – Cauca y sin pensarlo la llevaron con ellos dispuestos a hacerla parte de su familia.
Después de pasar por Silvia dejando la carga de café, siguieron su recorrido hasta llegar a la Ciudad Blanca, Popayán y llegaron al parque Caldas, lo único que recuerda de aquel entonces es que para esos días “estaban en Semana Santa y había mucha gente” y fue en un momento de descuido que la mano de Rosa se soltó de aquella mano amiga, de la que imaginó se convertiría en su guía para toda la vida y en medio la multitud se perdió. Rosa lloraba desconsolada y miraba a su alrededor para ver si encontraba aquella mano a la que se había aferrado con tanta ilusión, pero lastimosamente no la encontró.
Así que de nuevo estaba sola, pero esta vez en un lugar desconocido, mientras lloraba sentada en un andén veía pasar la gente a su lado, pero nadie se atrevía a ayudarla, fue ahí donde luego de varias horas pasó una señora y se la llevó a su casa, le ofreció comida y un lugar donde dormir, todo a cambio de que le ayudara a estar pendiente de la casa y de sus hijos, a lo que ella no se negó, ya habían pasado tres años hasta que Rosa decidió irse, pues estaba cansada de esa vida.
Esta pequeña niña ya se había olvidado de su familia, a la que nunca la buscó, lo que no fue sorpresa, pues nunca se preocuparon por ella, para ese entonces Rosa ya se había acostumbrado a trabajar en casas, era lo único que sabía y podía hacer, aunque fue un trabajo en el que sufrió mucho, ya que el maltrato y los abusos eran constantes.
Pasaron los años y Rosa se dedicó a trabajar lavando ropa, cocinando y haciendo aseo de casa en casa, eran los años 60 aunque poco recuerda de cómo era la ciudad en ese entonces, de lo único que era consiente es que ya no quedaban rastros de la pequeña e inocente niña que había llegado a Popayán. En el vaivén de su vida Rosa conoció a Abel Palechor, quien trabajaba como guarda de seguridad, quien poco a poco conquistó el corazón de Rosa con palabras bonitas y hermosos detalles y con el que finalmente emprendió una vida llena de amor. Abel se convirtió en el padre de sus hijos, Rosa a sus 25 años tuvo su primer niño, Carlos, el que más adelante le traería muchos dolores de cabeza, después tuvo a Fredy y por último sus hijas, Mirian y Carmen.
A pesar de que ella nunca tuvo una infancia normal, siempre anhelo que sus hijos salieran adelante sin dejar su infancia a un lado, aunque ninguno de ellos quiso seguir estudiando y con el tiempo empezaron a tomar rumbos diferentes a los que ella tenía en mente.
Pero sus vida cambiarían aún más después del 31 de marzo de 1983, cuando en plena Semana Santa un terremoto azotó la ciudad, donde murieron 380 personas, unas 2.000 quedaron heridas y más de 10.000 sin techo, entre ellas Rosa María, su esposo y sus cuatro hijos que quedaron a su suerte, aunque la casa que ellos tenían era en arrendo, aun así la sentían como suya.
Era jueves santo y para ese entonces Rosa ya tenía 43 años, el reloj marcaba las 8:15 a.m. ella y su esposo ya estaban despiertos haciendo los quehaceres del hogar y sus hijos aun dormían. Rosa dice: “de un momento a otro la tierra empezó a moverse y lo único que hicimos fue despertar a nuestros hijos y salir corriendo a un lugar seguro, fue un terremoto y lo que se sabe de aquel día es que duró solo 18 segundos, pero para nosotros fueron una eternidad. La gente gritaba desesperada porque no encontraban a sus familiares, al final la mayoría de casas y demás construcciones se habían venido al piso, lloré por varios días pues después de aquel día nos tocó dormir en carpas , las que habían armado con las ayudas que poco a poco fueron llegando de todo el país y del exterior, vivimos varios meses ahí, con varias personas y aunque nos brindaron la ayuda necesaria nunca fue suficiente, ustedes entienden no es lo mismo que vivir en la casa y tener las cositas de uno ”.
Fue entonces cuando tuvieron que empezar de nuevo sus vidas, buscaron donde vivir y poder organizarse, así llegaron a lo que hoy es denominado el barrio Solidaridad, ubicado en la comuna siete de Popayán, el cual que se creó a partir de aquel trágico día del 1983. Rosa y su Esposo decidieron empezar a construir de nuevo su hogar.
Este barrio lo empezaron a construir las personas damnificadas por el terremoto, según lo que cuenta Rosa “empezó como una invasión, así como el asentamiento Laura Mercedes Simmonds, la gente empezó a armar sus ranchos y poco a poco se fueron construyendo las casas en concreto. Mi esposo y yo nos rebuscábamos el dinero para poder comer y con el tiempo nos fuimos organizando y logramos con mucho esfuerzo armar nuestra casita, pedíamos regalados los ladrillos, otras veces los comprábamos y así fuimos armando nuestro hogar”
Y fue después de 15 años de haber estado viviendo en solidaridad cuando tocaron en la puerta de su casa, era una señora preguntando por su hijo mayor, Carlos, que en ese entonces ya tenía 33 años. Rosa con una gran tristeza y lágrimas en sus ojos cuenta: “la señora venía a pedirme la casa porque mi hijo la había vendido por tres millones, él nunca nos dijo que tenía en mente hacer semejante cosa. Yo no sabía qué hacer, solo me puse a llorar y le pedí tiempo a la señora mientras conseguíamos un lugar donde vivir, después de que ella se fue, llegó mi hijo y le pedí una explicación, pero solo me dijo ¡ay! Mamá no llore por eso que yo le pago esa plata, y ¡Jumm! hasta el sol de hoy no me ha pagado nada”.
Para ese entonces ya era el año de 1998. Resignados, Rosa, su esposo y sus hijos buscaron un lugar donde vivir, pero no era lo mismo, ya que tenían que pagar arriendo, en una casa en el mismo barrio Solidaridad cerca a la que ellos habían construido. Las cosas se complicaban aún más y ya ninguno tenía un ingreso económico estable para todos los gastos que se iban generando con el pasar de los días y los poquitos ahorros que tenían los habían invertido en la construcción de su casa en Solidaridad.
Por cosas de la vida una vecina llamada Gloria se cruzó en el camino de Rosa, ella fue quien le dijo que cerca de la quebrada Pubús estaban invadiendo un terreno, que fuera a ver si aún había lotes y que cogiera uno, esta era una oportunidad para empezar nuevamente desde ceros, y así fue como de nuevo empezó a construir sueños e ilusiones.
En esa época todos sus hijos habían decidido hacer sus vidas alejados de ella, entre ellos Carlos que se había ido a formar su hogar con el dinero que le había dejado la venta de la casa de sus padres. Era el año 2000 y Rosa ya tenía 60 años cuando esto pasó, pero aún tenía su compañero de batallas incansables, su esposo, quien desafortunadamente y para tristeza de ella ese mismo año falleció a causa de un infarto, dejándola sola.
Fue entonces cuando Rosa con la ayuda de sus vecinos terminó de armar su rancho en el Asentamiento Laura Mercedes Simmonds y al igual que todos los que habitaban ahí se enfrentó a los más de tres desalojos llevados a cabo por la policía de carabineros y ESMAD. Pero esto no fue motivo para rendirse así que siguió luchando para conseguir lo poco que hoy tiene, aunque no quiso mostrar su casa por dentro, la describió, “es un ranchito igual que los otros, está hecho con latas, plásticos, retazos de madera, los que yo recogía en las calles o pedía regalados en las ebanisterías. Tiene dos habitaciones donde apenas caben las camas, tiene un baño y una pequeña cocina”. Afortunadamente en días de invierno Rosa no tiene que preocuparse si el agua que se desborda de la quebrada Pubús e inunde su casa, ya que ésta está alejada de la orilla.
Hoy sus hijos a duras penas la visitan, entre sus prioridades no está su madre, claro que hay días en los que ellos la necesitan para que los cuide, como en el caso de Carlos que hoy está en casa de Rosa, pues en días anteriores había tenido un accidente y como ni su esposa ni sus hijos quisieron encargarse de su recuperación, acudió a la única persona que no le diría que no, Rosa María Caicedo, su madre. Tal vez esta fue la razón no nos dejó conocer el interior de su rancho, porque no quería que incomodáramos a su hijo.
Finalmente y a pesar de que construyó su hogar, aún no está tranquila, pues algunas personas que habitan el asentamiento han sido beneficiadas con el proyecto de vivienda de interés social y están siendo reubicadas, Rosa comenta: “los rumores dicen que a finales de este año todas las personas que viven aquí en el asentamiento deben ser desalojadas o reubicadas, pues lo que se dice es que van a recuperar esta zona construyendo una vía o tal vez un parque”. Pero Rosa perdió la esperanza de poder tener algún día su casa propia, hecha de ladrillos y concreto, pues la casa del barrio Solidaridad hasta el día de hoy figura a su nombre, esto se debe a que su hijo nunca hizo el traspaso de la escritura y uno de los requisitos para ser beneficiado con el proyecto de vivienda de interés social, es no tener ninguna propiedad a su nombre. De solo pensar en eso le brotan lágrimas de sus ojos, pues la angustia y la incertidumbre se apoderan de ella, le preocupa no tener a donde ir.
Hoy Rosa sigue luchando para sobrevivir, aun trabaja en casas de familia lavando ropa y haciendo lo que le resulte, hoy por ejemplo estaba sentada al pie del puente que conecta al asentamiento Laura Mercedes Simmonds con el barrio Chapinero, estaba tomando el sol porque tenía mucho frio y es que no era para menos, tenía sus manos arrugadas de tenerlas horas y horas en el agua pues estaba lavando la ropa sucia de su hijo. Ahí un poco más relajada nos empezó a contar parte de su vida.
Sabemos que Rosa en lo más profundo de su corazón aún guarda las esperanzas de ser beneficiada con el proyecto de vivienda, aunque no puede negar que le da nostalgia pensar en que algún día tenga dejar su rancho, ya sea por la reubicación o por culpa del desalojo, pues ella dice que es muy tranquilo para vivir y además no tiene que pagar servicios públicos, lo que es una ventaja para ella ya que vive sola y aunque recibe cada tres meses un subsidio de 100.000 pesos de parte del Estado por pertenecer a la tercera edad, aunque éste no alcanza para cubrir sus necesidades más básicas.
En conclusión los sueños de estas personas aún no se pierden, pues mantienen la esperanza de algún día salir de aquel lugar, ese lugar que los acogió por años, donde se permearon amistades y grandes ilusiones las cuales harán que algún día puedan tener una vivienda digna, como la de las familias que por muchos años vivieron en el asentamiento, pero que ya se han ido. Hoy solo les queda esperar.